Creo recordar que corría el mes de noviembre de 1999. Por aquél entonces trabajaba en Telemadrid, en informativos, en una sección -la de información local- en la que tocaba cubrir desde un accidente de tráfico hasta la primera nevada invernal en la región (pasando por cientos de cosas más, como el hallazgo de una seta de colosales proporciones por un vecino de Barajas, algún día hablaré de ello). Pese a que era un área independiente en los informativos, la cultura también salpicaba la sección en la que trabajaba, y aquella tarde de mayo tocaba cubrir una amplia exposición de grabados y esculturas de Picasso en el cuartel de Conde Duque.
Llegamos pronto, antes de la inauguración, y tuvimos la inmensa suerte de que los responsables de la muestra nos dejasen entrar para ir grabando recursos de la exposición antes de que aquello se llenase de gente. Mientras el cámara fue grabando primerísimos planos detalle tanto de las pequeñas esculturas como de los grabados, sin nada mejor que hacer entretanto, fui recorriendo la sala, disfrutando de los detalles de genialidad que condensaban las obras. El sepulcral silencio previo a la inauguración y la soledad de la sala invitaba a imaginar que éramos -el cámara, el ayudante de cámara y yo- los primeros privilegiados que veían esas obras. Cuando nos avisaron de que iba a procederse a inaugurar la exposición, ya habíamos disfrutado de un tiempo que se nos antojó precioso para recorrer toda la sala.
Al frente de una masa de funcionarios municipales, inaugurando la muestra, iba el que posteriormente se convertiría en Secretario de Estado del Deporte, Juan Antonio Gómez Angulo, por entonces concejal de Cultura del Ayuntamiento de Madrid. A su lado, tímida y risueña, una mujer de de avanzada edad, tremendamente elegante en las formas, y que conservaba el mismo brillo en los ojos de quien daba nombre a la exposición. Herencia genética se llama ahora.
En honor a una hermana prematuramente muerta, Pablo Ruiz Picasso llamó a esta mujer, su hija, María de la Concepción. En casa del pintor todos la conocían por Maya, pues su verbo infantil, cuando empezó a hablar, así distorsionaba su nombre, María. Maya Picasso.
Mientras el cámara prestaba atención a la comitiva, a los comentarios y explicaciones de Gómez Angulo y la hija del pintor sobre cada obra, el ayudante de cámara tuvo la idea de pedirle a aquella que le dedicase el catálogo de la exposición. Sobra decir que la mitomanía no atiende a razones y que intenté hacer lo mismo. La escena al principio tenía su comicidad; el concejal y la invitada de excepción contemplando y comentando las obras, y de entre la masa que marchaba en procesión detrás, el ayudante de cámara y yo con los catálogos. Según ganábamos posiciones, las miradas de Gómez Angulo aumentaban en irascibilidad. Sabíamos plenamente que molestábamos, de una forma ya abusiva si teníamos la intención de pedirle una firma a la buena mujer en pleno recorrido por la sala. "Un momento, por favor, ahora cuando terminemos la visita ya les dedica el catálogo" terminó diciéndonos el concejal ante nuestra insistencia, visiblemente molesto.
Viendo sin embargo que la mujer sonreía divertida ante nuestro intento de romper el protocolo, y escudándome en que teníamos que irnos pitando de allí para editar la pieza, insistí en que tan solo era un momento. La mujer pareció encantada de dedicarnos unos instantes. Tras preguntarme el nombre para "dedicarme" el catálogo, pidió mi opinión sobre la exposición. Para desesperación de la comitiva, hablamos un par de minutos y no se porqué terminé preguntándole por su padre. "Era un padre... normal. Muy bueno. Supongo que como todos los padres".
Tras pedir mil disculpas a Gómez Angulo y al resto de autoridades, el concejal, contagiado de la risa de la hija del prolífico artista, se despidió de nosotros con una última reprensión ya desprovista de enfado. Y no le faltaba razón al hombre, porque nos saltamos el protocolo con alegría. Ya en la calle miré la dedicatoria. "Para José Carlos, primer que conozco en Madrid. Gracias por tu patiencia".
La frase aún resuena en mi cabeza, cargada con un marcado acento francés. Y tampoco me olvido de la sonrisa de aquella mujer, de su tremenda amabilidad, de su elegancia y de su humildad.

Maya Picasso. La misma que juega con una muñeca a la tierna edad de tres años en uno de los cuadros que pintó su padre. Cuadro que forma parte de la colección del Museo Picasso de París y que gracias a una bendita reforma, he podido contemplar hoy en el Reina Sofía, lugar en el que han recalado por unos meses todas las obras del pintor expuestas en la capital francesa mientras duran las obras de acondicionamiento. Una exposición sobrebia, necesaria y agotadora. Por volumen -más de 400 obras, a las que se suman los fondos del museo madrileño, como el Guernica y todos sus estudios- y por intensidad.
Bien es cierto que gran parte de la producción del pintor que alberga el Reina Sofía fue expuesta con criterio hace un par de años en la exposición "Picasso, tradición y vanguardia", pero esta ha sido una oportunidad única para poder complementarla con los fondos del museo parsisino. Aún así, si no ha habido suerte, y teniendo en cuenta de que la reapertura del centro en la capital francesa es inminente, tras una nueva visita al Reina Sofía, bien podríamos repetir, con la misma emoción con que Rick se despedía en Casablanca de Ilsa aquello de "siempre nos quedará París".