17 junio 2008

Curritos y chaperos

A menos que uno sea el agraciado del sorteo de un jugoso euromillón o se zumbe o haya zumbado a algún famoso y/o parásito del mismo, al resto de los mortales no nos quedan más cojones que trabajar para ganarnos la vida. Y si a estas alturas alguien no enmarca su trabajo en el sector servicios, tranquilo que ya lo hará (términos como reajuste o deslocalización contribuyen en este sentido a inflar y desinflar las cifras de empleados y desempleados del ramo).
De entre la heterogénea masa que conforma este sector, nos encontramos con un afán diferenciador de cada grupúsculo totalmente independiente a aspectos como la formación y preparación para el puesto que cada uno ocupa. Así nos encontramos a quienes trabajan uniformados o a quienes para hablar de su trabajo utilizan vocablos anglosajones cuyo significado en muchos casos desconocen y que, aún teniendo una equivalencia en castellano, es descartada en pos de un supuesto mayor reconocimiento.
La empresa para la que trabajo es un claro ejemplo de este caso, ya que con una media de dos jefes por empleado, el uso de la palabra "manager" se combina indefinidamente con términos como account, call, service, sales y un larguísimo etcétera. Que haya superiores que no sepan exactamente definir en qué consiste su trabajo por ende resulta lógico.
Si hay algo que comparte esta élite y que les diferencia de la vil masa que saca la empresa adelante, los curritos, es la omnipresencia de la cinta que llevan colgada del cuello con una chapita o tarjeta identificativa, cuya función va desde fichar en la empresa hasta servir como símbolo de índole masónica que les permite identificarse entre sí. Con el tiempo, he podido observar que el fenómeno de los colgantes o chapas, para disgusto de la raza de los managers, se ha socializado, y ahora no son pocos los que la lucen con orgullo, quizá soñando que es lo que más les acercará jamás al poder. Sin embargo, en esta vuelta de tuerca de la lucha de clases, una buena parte de los que vienen presumiendo de mandar, no se han rendido, y lucen la chapita durante las 24 horas del día.
Esta perorata es mi explicación del motivo por el que diariamente veo a decenas de personas que salen de trabajar con la chapita colgando del cuello, o en el metro, o en el autobús, seguro que hasta dormirán con ella. ¿Motivo de orgullo? ¿Despiste? ¿Promesa? ¿Compromiso? ¿Estulticia? No sabría decirlo.
En mi dilatada y variopinta andadura profesional sólo me asignaron la chapita de marras en una ocasión, para fichar y acceder al currele en sí, pero por comodidad sustituí la cintita de la que colgaba por el paquete de tabaco, objeto en el que encajaba perfectamente. Ni me sentía comprometido con la empresa ni quería hacerla publicidad, así que consciente como soy del inquebrantable magnetismo que siento por las musarañas me cuidaba por salir indemne de cualquier despiste; lo que otros pueden considerar orgullo, para mí, en caso de haber ocurrido -salir del trabajo con la chapa a cuestas y pasearla hasta mi humilde lar- me hubiese llenado de vergüenza pensando que sería pasto de la mofa y escarnio de quienes percibiesen el detalle. Criticar algo que uno mismo profesa puede quedar muy frívolo (y eso que criticar aún con criterio no deja de resultar frívolo), aunque no tiene demasiada lógica.
No se a qué se deberá cada caso concreto en el que se luce outdoors la tarjetita de marras, y pese a la incomprensión que siento hacia ese (mal) entendido proselitismo, no quiero llamar al desánimo.
¡Que estas críticas no os detengan sin embargo, chaperos del mundo, publicitad vuestra nueva, proclamad a los cuatro vientos vuestro compromiso con la empresa, seguid luciendo colgantito, sea por dejadez o por inconsciencia, y que el ridículo sea la bandera de todas vuestras carencias!

14 junio 2008

Gente a la que desprecio (II)

Anne Geddes. Quizá el nombre de esta mujer no os diga mucho. Pero seguro que en algún momento de vuestras vidas os habréis dado de bruces con las obras por las que es conocida esta australiana, y que le han reportado beneficios para llevar una vida resoluta ajena a las vicisitudes del mundo real. Esta pájara es responsable de las abominables fotos de bebés metidos en macetas, bebés disfrazados de coles, flores, hadas, duendes, conejos y un infinito etcétera.

Juro por Dios que odio estas fotos y por ende a su autora. Fotos ñoñas hasta decir basta, pretenciosas, pastelosas, edulcoradas hasta la náusea, retocadísimas para hacer las delicias de quienes al contemplarlas, tras impostar la voz y soltar un lastimoso "oooooohhhh", resaltan lo entrañable de la estampa con una retahila de palabras como ricura, monada o preciosidad. Coger a un niño recién nacido, colocarle un gorro que simula ser una flor y "plantarle" en una maceta, más allá de provocar en mí una indescritpitble sensación que me acerque al oso de Mimosín, me hace pensar en una suerte de maltrato hacia la infancia por tratar a los niños como si de monitos se tratase. Que esa es otra, qué divertidas también las fotos de monos cagando mientras leen el periódico, o disfrazados de ejecutivos, o de mecánicos... ¿verdad? Total, como parece que sonríen tampoco podría decirse que se les maltrate. Seguro que en el lenguaje no verbal de los primates, lo que percibimos los humanos como sonrisa, es en realidad un "me cago en tus muertos".

Y ya metidos en el ajo, cómo olvidar esas terroríficas fotos de payasos que decoran más de una sala de espera de hospital o consulta de pediatría. Seguro que la idea corrió a cargo de un descendiente directo de Herodes.

Pero hablábamos de Anne Goebbles, perdón, Geddes. He conocido a gente (adulta) que orgullosamente mostraba fotos de esta tipa decorando una carpeta; nunca me he atrevido a preguntar el porqué de la querencia por esas imágenes, básicamente porque me figuro que quizá esa gente cree realmente que los niños nacen como los geranios (lo mismo no prestaron demasiada atención de pequeños cuando en casa le contaron aquello de "papá pone una semillita en mamá..." y se quedaron solo en lo de la semillita).

En fin, por más que pueda enternecerme un niño, odio la obra de esta señora, deseándola que en otra vida alguien le haga lo mismo que hizo ella con los bambinos de sus famosas fotos, plantarla en una maceta, a ser posible cabeza abajo.

10 junio 2008

Gente a la que desprecio (I)

Esperando no tener que escribir cientos de posts como este, comienzo una nueva serie de entradas protagonizadas por personas con las que NO me iría a una isla desierta, básicamente porque lo mismo terminábamos a hostias, siendo un servidor el que iniciase la trifulca.

Los protagonistas de este primer artículo son ese tipo de personas que en el metro -sustitúyase por cualquier modo alternativo de transporte público- obsequian al resto de viajeros con la música que llevan en el móvil. No me refiero a los que impúdicamente dejan sonar los típicos politonos que más de una vez provocan una mezcla de vergüenza ajena e ira incontenible, sino a aquellos que -quizá por alergia, por prescripción médica o por subdesarrollo y desconocimiento de los avances de la tecnología-, en lugar de utilizar auriculares para escuchar la música que tienen bajada en sus teléfonos, dejan este en su regazo con la música a todo meter, sin importarles las molestias que causan en el resto del pasaje. Este colectivo tocacojones, suele dividirse en tres tipos, según el género sonoro: música latina -latin kings o personajes de gustos estilísticos afines-, flamenquito -gitanos, calorros, lolailos y en definitiva horteras recubiertos de cadenas, pendientes, pulseras y abalorios de oro (cuanto más grandes y llamativos mejor)- y música macarra en general -imprescindible en este caso llevar camisetas de los grupos que suenan, desde Mago de Hez (que no de Hoz) hasta Craddle of Filth.

Siempre suelen darse salvedades exóticas, como el caso que he presenciado viniendo a casa, con un chino de edad avanzada cantando las bonitas y melancólicas baladas que en el idioma de Mao Tse Tung sonaban en su móvil. Pero de las personas a las que les falta un tornillo -el metro de Madrid es su templo-, ya hablaré otro día.

El tremendo hastío que me producen las reiteradas faltas de educación y decoro que se suceden diariamente, tanto en este entorno como en otros, me ha hecho tomar medidas. De entre las bonitas canciones que yo también me bajo, no obstante para un disfrute privado, cuento desde hace unos días con el archiconocido pasodoble "El gato montés", zarzuela compuesta por Manuel Penella y que, activando los altavoces de mi teléfono móvil, suena como debe hacerlo la banda sonora que ameniza las torturas del Maligno en el infierno. Así que la próxima vez que alguien, en un infinito ejercicio de solidaridad, pretenda amenizar el viaje con el género que prefiera, verá correspondido su generoso gesto, bien de cerca -si es posible a escasos centímetros de sus sibaritas tímpanos-, con los atronadores acordes de este pasodoble, a ver qué le parece. Seguro que el resto de viajeros corea los "oles". Ni bass, ni trebble ni leches, denle mecha a los altavoces y juzguen...

05 junio 2008

Arte y provocación

Nada más llegar a casa esta noche a casa me encuentro con la noticia de las ampollas que ha levantado la decisión de la Royal Academy of Arts de Londres de nombrar a la artista Tracey Emin como comisaria del Summer Show, tradicional exposición de renombre en época estival que viene celebrándose en este centro desde 1769. ¿El motivo? Básicamente que Enim se hizo famosa en los círculos artísticos británicos por ser autora de obras -fotografías, pinturas y video-arte- con una carga repleta de sexo explícito y truculencia.

El caso es que si me ha llamado la atención la noticia es porque la he leido, como decía, nada más llegar a casa después de haber visto esta misma tarde la exposición "Rodin, el cuerpo desnudo" en la Fundación Mapfre. Una exposición con un interés enorme, puesto que acompañando poco más de una veintena de esculturas, recogía numerosísimos dibujos -procedente todo ello del museo Rodin parisino, que debe haberse quedado medio vacío-, que mostraban los bocetos que a vuelapluma podían derivar finalmente en obras magistrales. La importancia y originalidad de esta exposición radica en el uso del desnudo en Rodin, que lo aisla de recurrentes temas míticos, religiosos o legendarios (pensemos en los desnudos que anteriormente nos había dejado el arte, siempre con referencias a Venus, a San Sebastián o a Hércules, por ejemplo), para centrarse simple y llanamente en una dedicación exclusiva por el estudio de los cuerpos. El erotismo de la obra expuesta resulta obvio, en las esculturas y sobre todo en los dibujos.

La manera de proceder de Rodin a la hora de realizar estos últimos consistía en pedir a sus modelos que camparan desnudos libremente por su estudio. Cuando encontraba la pose que consideraba adecuada, el artista le pedía al modelo que se detuviese y utilizando la vertiente pictórica de lo que viene conociéndose como escritura automática bosquejaba rápidamente los trazos desde el ángulo escogido. El resultado ofrecía poses poco academicistas, y en no pocos dibujos los sexos de los modelos quedan reflejados de forma más que explícita. Sin embargo se puede ver claramente un objetivo centrado en dominar las formas del cuerpo humano, sobrepasando las limitaciones de artistas de otras etapas, destacando lo mundano, lo cotidiano, sobre la solemnidad. En la época en la que Rodin se dedicó a estas lides -finales del siglo XIX, una explosión de arte condensado en varias exposiciones universales- no llamó la atención lo explícito de su obra (los dibujos, lejos de conformar un gabinete privado, eran exhibidos por su autor con orgullo), sino que fue loada su capacidad por dominar el desnudo desde todos los ángulos posibles.

Ahora bien, hablábamos de Tracey Enim. El dibujo superior es suyo. El de abajo pertenece a Rodin. Si bien he tratado de reflejar un lado más "soft" de la artista británica, a simple vista se parecen bastante, abordan el reflejo de la fisionomía humana desde un punto de vista alejado de los cánones estéticos clásicos, por así decirlo. Ahora bien, si escarbamos en el catálogo objeto de la polémica que presenta Emin, vamos encontrando cosas que distan del sentido del desnudo en la obra de Rodin. Un montaje de una cama deshecha con ropa interior sucia, preservativos usados y restos de basura ("My bed", obra más famosa de la propia artista), otro de una cebra copulando con una mujer, otra de un manojo de penes y dedos que proyectan una sombra, un video de una mujer desnuda que baila con un hula hoop de alambre de espino que la va desangrando... en fin, es fácil hacerse una idea.

Lo que sí comparten los dos artistas es que ambos consiguieron su objetivo. Rodin que se le reconociera su maestría a la hora de plasmar el desnudo; Enim sembrar polémica.

Creo sinceramente que la definición que alguien hizo del arte, como algo que conmueva, que posicione a favor o en contra, es limitadísima. Provocar es muy fácil, y hay quien lo entiende como el objetivo primordial del arte. Así ha ocurrido en el Reino Unido, donde las críticas más válidas, las de otros académicos y artistas que participan o han participado en exposiciones en el Royal Academy of Arts, no responden al puritanismo más censor, sino al engaño de presentar cualquier cosa como arte escudándose en que cuanto más ofende y provoca más altas cotas alcanza. Y no hace falta irse tan lejos, ahí está ARCO, la feria más sobrevalorada y engañabobos que a mi juicio existe en España.

Así que mejor nos quedamos con las impresiones de la exposición de Rodin. Y a seguir la programación de lugares como la Fundación Mapfre, la Juan March o el Caixa Forum, cuya única polémica que pueden atribuírseles es la falta de publicidad de muchas de las exposiciones que desarrollan a lo largo del año.

02 junio 2008

El fin del capitalismo

Por más poses que quiera adoptar, no me consiero una persona versada en el mundo de los toros, aunque bien defiendo a capa y espada (nunca con mejor sentido) esta inmemorial forma de cultura cuando se mentan la feria de San Isidro y la plaza Monumental de Las Ventas. Tomando como símil otro de los pilares de lo celtíbero, el fútbol, me pasa como a quien sólo ve los partidos de fútbol del equipo de sus amores. Desde los altos en el camino que hacía para preparar los exámenes de BUP para ver cada tarde las corridas de la feria en el Canal Plus hasta el ambiente que rodea Las Ventas desde mediados de mayo hasta bien entrado el mes de junio, con los aledaños de la plaza, a dos pasos de mi casa, hirviendo de gente. En este inpass, uno se ha ido quedando con algún apunte del interesante mundo del protocolo taurino, especialidad en la que uno de mis mejores amigos, Juanma, por más modestia que pretenda mostrar, bien puede presumir de ser toda una eminencia en la materia.

El protocolo taurino recoge todas las peculiaridades del arte de la lidia, y por lo tanto se ocupa igualmente de la terminología propia e inherente, históricamente, del mundo de los toros. Así encontramos ocupaciones como la de apoderado, matador, picador, banderillero, monosabio e incluso la de capitalista. El Cossío, Biblia, Corán y Torah de la tauromaquia, define a este último como "aficionado modesto y entusiasta que se arroja oficiosamente al redondel a cargar en hombros al matador triunfante, una vez acabada la lidia del último toro". El término de capitalista viene del capital que el interfecto cobra, pues nadie hace nada por amor al arte, existiendo constancia de broncas a hostia limpia en la salida de la plaza por conseguir ocupar tan curiosa labor. Que nadie carga porque sí sobre sus hombros al triunfador de la tarde desde la misma puerta grande del coso hasta el lugar donde el apoderado finalmente lo recibe y recoge, existiendo casos documentados en los que el matador ha terminado pisando el suelo a la altura de Manuel Becerra o de Pueblo Nuevo, en un colosal ejercicio por parte del capitalista de turno que, en casos como estos, bien ganado tiene su dinerito.

Sin embargo, esta figura ha venido cobrando cada vez menos peso, y ese modesto y entusiasta espontáneo ha venido siendo sustituido por profesionales del oficio que forman parte de la cuadrilla del torero en las ferias madrileñas.

En esta foto tenemos la prueba de que la figura del capitalista, si bien no ha desaparecido si contamos con su función de cargar con el torero (rejoneador en este caso), ha perdido ese toque popular que tenía, esa opción que ofrecía a aquellos que no dudaban en subirse encima a un individuo y pasearlo hasta dios sabía dónde por una propinilla nada despreciable. En la imagen el rejoneador Diego Ventura saliendo de la puerta grande tras haber cortado 4 orejas en la segunda de esta suerte y última corrida de la feria de San Isidro. Debajo del mismo, se puede observar que quien lo lleva en hombros luce el nombre del rejoneador en la gorra y en el polo. Luego ya no se da la oportunidad a nadie fuera de la cuadrilla. Sin capitalistas, pues, no hay capitalismo, que se lo digan a Marx y a Hegel...

NOTA 1: Podría ser que esta profesionalización de la figura del capitalista sólo se de en Madrid y que siga existiendo en su forma tradicional en otras plazas del mundo, pero solo Las Ventas me pillan al lado de casa... (y tampoco estoy mucho por documentarme, la verdad sea dicha)
NOTA 2: No, no es Prosinecki.